Y es que hoy sin comerlo ni beberlo, tras el amargo del té y el dulce de la miel, te has encarnado en tu cabezonería (o en tu poca cabeza), en tu obcecamiento y tu disfrutar de la vida, tus bromas para algunos no consideradas como tal, tu espíritu libre manchado por las restricciones de una vida que se escapa... te has re-encarnado en el pequeño gran genio que eras. En el niño que nunca se hizo adulto o el adulto que nunca dejó de ser niño, nunca lo sabré.
Y cómo no, las notas de un piano incipiente han venido a mí, y hubiese deseado poder deleitarte aquella mañana con una melodía de despedida a la altura, con un cuerpo que se desarrollase a través de distintas florituras que impregnasen con su aroma aquella, tu habitación lejana. Pero no, mis dedos eran aún inexpertos aprendices de la sincronía y no pude más que regalarte cuatro compases que resonarán en mi cabeza de por vida. Tal vez por eso nunca dejo de evocarlos...
Y con ésto sólo puedo decirte, a ti, gracias por venir...
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