Sentirse solo, desamparado en la más absoluta de las avalanchas humanas. Rodeado y frío, aislado. No interesa ver lo que no gusta, es mucho más fácil cerrar los ojos y mirar para otro lado, y seguir, vivir como si no ocurriese nada, y sólo prestar atención a lo que agrada; a esas personas, situaciones, momentos o circunstancias.
Si de verdad te importa una persona, tienes que agarrarla. Asfixiarla y atosigarla cuando lo necesite, para después dejarla volar, libre y en paz. Es un constante tira y afloja de una cuerda que, si se hace bien, nunca partirá.
¿Es mucho pedir unos brazos que me zarandeen de vez en cuando?
Y despojarse de todos los disfraces, las apariencias, los antifaces e ideas preconcebidas, los juicios y valores. Tirar por la borda años de aprendizaje para este mundo lleno de hierros ardiendo por la espalda. Desnudarse por fuera y por dentro, vaciarse y verterse hasta la más absoluta de las nadas.
Volver a la inocencia del que descubre, al miedo del que desconoce y al juego del que aprende, y no dejar que eso sea mancillado por nada ni nadie. Que eso sea, y como tal siga, evolucione, crezca...
Personas. Únicas. Individuales. Con sus pequeñas
imperfecciones que son las que les caracterizan, nos caracterizan. Nuestras vivencias, nuestros hábitos y costumbres
nos hacen irrepetibles, especiales y sólo por ello merece la pena pararse a
conocer, a escuchar cada historia que una persona cualquiera pueda tener. Su
historia, su vida… su narración en
primera persona de una aventura que bien puede haber arrancado o bien puede
estar ya arañando la “meta”.
Personas. Únicas. Individuales. Y sólo por eso mismo
entrañables, suscitadoras de cierta curiosidad insaciable, de un ansia de
saber, de conocer. ¿Por qué lloraba aquella chica del metro? O ¿por qué aquel
anciano tenía esa mirada perdida, anclada en un horizonte bien infinito? ¿Qué
se le pasará por la mente a ese niño de 5 años que con la curiosidad de quien
examina un marciano, analiza esa rama de enebro?
Personas. Únicas. Individuales. Que me hacen darme cuenta de
por qué elegí esta carrera, esta profesión. Que me hacen darme cuenta de que
tanto nombre y tanta ciencia no valen de nada si no se ejercita lo que unos
llaman corazón, otros hipocampo, alma, energía vital…. Empatía al fin y al cabo.
Personas. Únicas. Individuales. De cuyas vidas quiero poder
tomar parte, conocer, indagar dentro de lo que se me permita, escuchar,
aprender, y sacar conocimiento de todas ellas. Vivir mil y una vidas a través
de sus historias.
En estos días de incomunicación, de
no-hay-tiempo-ni-para-dormir, es cuando realmente me doy cuenta de la razón de
ser de la condición humana. El prójimo. El contacto humano. El herir y ser
herido, el querer y ser querido, el tocar y ser tocado. El dar y recibir que
tanto se oye, y que tan humanos nos hace.
Siento que lo estoy perdiendo pero, que a la vez, me estoy
llenando de él.
Uno de seis. Uno de tres. Uno de un millón. Uno de uno.
El tiempo pasa, impasible ante la atónita mirada de los que se paran a fijarse en él. Pasa y cura, pasa y hiere, pasa y junta, y separa, y deshace y rehace de las cenizas...