Personas. Únicas. Individuales. Con sus pequeñas
imperfecciones que son las que les caracterizan, nos caracterizan. Nuestras vivencias, nuestros hábitos y costumbres
nos hacen irrepetibles, especiales y sólo por ello merece la pena pararse a
conocer, a escuchar cada historia que una persona cualquiera pueda tener. Su
historia, su vida… su narración en
primera persona de una aventura que bien puede haber arrancado o bien puede
estar ya arañando la “meta”.
Personas. Únicas. Individuales. Y sólo por eso mismo
entrañables, suscitadoras de cierta curiosidad insaciable, de un ansia de
saber, de conocer. ¿Por qué lloraba aquella chica del metro? O ¿por qué aquel
anciano tenía esa mirada perdida, anclada en un horizonte bien infinito? ¿Qué
se le pasará por la mente a ese niño de 5 años que con la curiosidad de quien
examina un marciano, analiza esa rama de enebro?
Personas. Únicas. Individuales. Que me hacen darme cuenta de
por qué elegí esta carrera, esta profesión. Que me hacen darme cuenta de que
tanto nombre y tanta ciencia no valen de nada si no se ejercita lo que unos
llaman corazón, otros hipocampo, alma, energía vital…. Empatía al fin y al cabo.
Personas. Únicas. Individuales. De cuyas vidas quiero poder
tomar parte, conocer, indagar dentro de lo que se me permita, escuchar,
aprender, y sacar conocimiento de todas ellas. Vivir mil y una vidas a través
de sus historias.
En estos días de incomunicación, de
no-hay-tiempo-ni-para-dormir, es cuando realmente me doy cuenta de la razón de
ser de la condición humana. El prójimo. El contacto humano. El herir y ser
herido, el querer y ser querido, el tocar y ser tocado. El dar y recibir que
tanto se oye, y que tan humanos nos hace.
Siento que lo estoy perdiendo pero, que a la vez, me estoy
llenando de él.
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