Ha llovido, y mucho. Me he mojado y me he secado, he corrido por nimios charcos llenos de lodo y me he rebozado en ellos gustoso, saboreando el barro y el agua, la tierra, el licor y la amargura. He gritado a los cuatro vientos, he volado de felicidad, he henchido mi pecho en lo más alto de las montañas y lo he vaciado en las llanuras abisales. He paseado, cabizbajo y afligido, por las llanuras más desérticas y húmedas; y me he perdido en los pasillos de mi mente, de la tuya... innumerables veces. Dando vueltas para llegar al mismo punto, ideal, perfecto, mío, tuyo, nuestro. Sin más necesidad que ese punto, redondo, esférico, cuadriculado y sin forma. Esa sensación cálida y fría, que me hiela las ya de por sí gélidas entrañas y me devuelve la necesidad vital de respirar, de gritar, de correr, de descansar rendido a los pies del pino.
Un nudo cambiante que se ata y se reata. Y se vuelva a atar y a anudar. Y se tensa, y se deshace, pero que a la vez, a cada momento que pasa, permanece más fuertemente unido.
Como he anunciado al principio, vuelvo a mi coordinada descoherencia.
¿O era al revés?
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